¿Entonces me tengo que ir contigo? —le preguntó la pequeña Mónica a la
mujer de negro que había ido a visitarla.
Esta asintió rápidamente con una sonrisa de compasión y le ofreció una
mano huesuda.
Mónica, a sus seis añitos, estaba acostumbrada a hacer caso a los
mayores, aunque estos fueran de hueso y llevaran una cosa extraña y alargada en
la mano que en su mente sonó como “guadaña” a pesar de no conocer esa palabra.
Cogió a su osito de peluche, eterno compañero en aquella fría cama de hospital,
y miró dudosa hacia la izquierda, donde dormía su madre, en una cama auxiliar.
—Tendría que despedirme de mamá, ¿no crees? —le preguntó ella cuando
aquellos dedos huesudos la envolvieron.
—Créeme: es mejor así —le dijo la Muerte.
Y Mónica se lo creyó, porque fue darle la manita y dejar de sentir
dolor en todo su cuerpecito.
—¿Me va a doler irme contigo?
La muerte negó, flexionó las rodillas para ponerse a su altura y
respondió:
—Ya nunca más te va a doler nada. Prometido.
La Muerte sintió los brazos de la niña abrazándola. Pillada por
sorpresa, se incorporó e iniciaron el camino en silencio hacia sus dominios.
Una lágrima recorría el pómulo de la Parca. A veces no quería ser la Muerte, a
veces querría localizar a su hermano bastardo, el Cáncer, y darle una paliza
para no tener que llevarse jamás a ninguna otra Mónica.
Tarde o temprano ella nos tomara de la mano
No hay comentarios:
Publicar un comentario