Un día, un buen hombre que pasó por la puerta del gran bazar, donde solían reunirse muchos mendigos, vio entre ellos, sentada en el suelo, a una anciana, que parecía la más pobre de todos ellos. «Por favor, llevo tres días sin comer», dijo mientras tendía sus huesudas manos hacia el hombre. Este rebuscó en sus bolsillos, le dio dos monedas y, después, esperó, oculto en un zaguán para ver en qué invertía su limosna la mujer.
Cuando la mendiga se levantó, empezó a caminar lentamente entre la multitud que abarrotaba el mercado. Por unos momentos, el hombre la perdió de vista y, cuando volvió a verla, notó que se movía como si estuviera más alegre, apretando con cuidado un bulto bajo la túnica. Tomó un callejón que le llevó hasta una plaza, se sentó a la sombra del único árbol que había y sacó un poco de pan y una preciosa rosa roja. Sonrió y empezó a comerse el mendrugo sin dejar de mirar la rosa con los ojos brillantes. Después, una expresión de paz se reflejó en su rostro.
Fue entonces cuando el hombre se acercó y le preguntó: «¿Por qué alguien tan pobre como tú ha derrochado una moneda en esta flor?». La anciana le miró desde sus 100 años de sabiduría y le dijo: «Tenía dos monedas. Con una compré con qué vivir; la otra la gasté para tener por qué vivir».
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