Leticia
fue mi alumna en la escuela 'Justo Sierra", en plena Sierra. Tenía 11 años
de edad.
Once
años conociendo las carencias y la mugre de la vida. Siempre con la misma ropa,
heredada por una tradicional necesidad familiar. Once años batallando con los
bichos de día y de noche. Con una nariz que como vela escurría todo el tiempo. Con
el pelo largo y descolorido sirviendo de tobogán a los piojos. Aun así, era de
las primeras en llegar a la escuela. Tal vez iba por los momentos necesarios
para soñar que era lo que no; aunque enfrentara el rechazo y el asco de los
demás. A la hora del trabajo en equipo nadie la quería.
No
dieron la oportunidad para demostrar qué tan inteligente era: el repudio fue lo
que Leticia conoció.
Me desconcertaba
el hecho de ver que algunos varones con características semejantes a las de
Leticia eran aceptados por el resto de las niñas y los niños, pero no ocurría
lo mismo con Leticia y las niñas. A mí sólo se me ocurría hacer recomendaciones
que nunca fueron atendidas.
En ese
tiempo me preguntaba:
¿De qué
sirve leer cuentos a esos niños que no han comido?; ¿serviría de algo
alimentarlos con fantasías?
Yo creía
que sí, pero no sabía hasta dónde. Constantemente les brindaba relatos, sobre
todo en la mágica hora de lecturas, dos veces por semana.
Un día
conté "La Cenicienta" y cuando llegué a la parte en que el hada
madrina transformó a la jovencita andrajosa en una bella señorita de vestido
vaporoso y zapatillas de cristal, Leticia aplaudió frenéticamente el milagro
realizado.
Había
una súplica en su rostro que provocó la burla de los que no tenían la misma
capacidad ni la misma necesidad de soñar.
Esta vez
hubo recomendaciones y regaños.
En otra
ocasión, pregunté a mis alumnas y alumnos: ¿qué quieren¬ ser cuando sean
grandes?
Y el
cofre de sus deseos se abrió ante mí: alguien quería ser astronauta, aunque al
pueblo ni el autobús llegaba; otros querían ser maestros, artistas o soldados.
Cuando
le tocó el turno a Leticia, se levantó y con voz firme dijo:
“¡Yo
quiero ser doctora!" y una
carcajada insolente se escuchó en el salón.
Apenada,
se deslizó en su banca invocando al hada madrina que no llegó.
Mi labor
en esa escuela terminó junto con el año escolar.
La vida
siguió su curso.
Después
de quince años, regresé por esos rumbos, ya con mi nombramiento de base. Hasta
entonces encontré algunas respuestas y otras preguntas. Las buenas noticias me
abordaron en autobús, antes de llegar al crucero donde trasbordan los pasajeros
que van al otro poblado. Llegaron en la presencia de una señorita vestida de
blanco.
-¡Usted
es el maestro Víctor Manuel!..., Usted fue mi maestro! –me dijo- sorprendida y
sonriente. El que podía encantar serpientes con las historias que contaba.
Halagado,
contesté:
-Ése
mero soy yo.
- ¿No me
recuerda, maestro? -preguntó, y continuó diciendo con la misma voz firme de
otro tiempo- yo soy Leticia... y soy doctora...
Mis
recuerdos se atropellaban para reconstruir la imagen de aquella chiquilla que
en otro tiempo nadie quería tener cerca.
Se bajó
en el crucero dejando, como La Cenicienta, la huella de sus zapatillas en el
estribo del autobús...
Y a mi
con mil preguntas.
Todavía
alcanzó a decirme: - Trabajo en Parral... búsqueme en la clínica tal... y se fue…
Un día
fui a la clínica que me dijo y no la encontré.
No la
conocían ni la enfermera ni el conserje.
¡Era
demasiada belleza para ser verdad!
"Los
cuentos son bellos pero no dejan de ser cuentos", me lamentaba.
Arrepentido
de haber ido, y casi derrotado, encontré a la directora de la clínica y hablé
con ella. Lo que me dijo, revivió mi fe
en la gente y en la literatura:
-La
doctora Leticia trabajaba aquí -me contó-. Es muy humana y tiene mucho amor por
los pacientes, sobre todo con los más necesitados.
-Ésa es
la persona que yo busco -casi grité.
- Pero
ya no está con nosotros-dijo la directora.
-¿Se
murió? -pregunté ansioso.
-No. La
doctora Leticia solicitó una beca para especializarse y la ganó... ahora está
en Italia.
Leticia
sigue aprendiendo más y enseñando sus secretos para luchar.
Yo sigo
queriendo saber hasta dónde llega el poder de las palabras; ¿cuál es el
sortilegio para encantar a las serpientes que jalan a los descobijados?; como
profesor, ¿qué puedo hacer para equilibrar la balanza de la justicia social
ante casos parecidos?; ¿cuándo empezó el despegue de los sueños de Leticia en
cuanto al resto de sus compañeras y compañeros?; ¿dónde radica la fortaleza de
las mujeres que superan cualquier expectativa?
Ya no
quiero ser el maestro de Leticia: Ahora quiero aprender. Quiero que me enseñe cómo evoluciona una oruga
hasta convertirse en ángel y, sobre todo, quiero descubrir cuál fue la varita
mágica que la convirtió en la Princesa del Cuento.
Del muro:
Enseñanza
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