Gurdjieff solía
decirles a sus discípulos:
«Cuando murió mi padre, yo tenía solo nueve años.
Me llamó para que me acercara a su lecho de muerte y me
susurró al oído.»
Debió haber amado inmensamente a este niño.
Debió haber visto el potencial del chico.
Le susurró al oído:
«No tengo nada que darte más que un pequeño consejo y no sé si serás capaz de comprenderlo ahora mismo o no.
¡Pero recuérdalo!
Puede que algún día seas lo suficientemente capaz, lo
suficientemente maduro para comprenderlo.
Simplemente recuérdalo.
Y es un consejo sencillo:
si quieres hacer algo malo, postérgalo durante veinticuatro
horas,
y si quieres hacer algo bueno, no lo pospongas nunca ni un
solo momento.
Si quieres estar enfadado, violento, agresivo, postérgalo
durante veinticuatro horas.
Si quieres ser amoroso, compartir, no lo pospongas ni un solo
momento,
¡Vívelo ahora mismo, inmediatamente!»
Y Gurdjieff solía decirles a sus discípulos:
«Ese simple consejo transformó toda mi vida.»
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