Aquel hombre quiso saber a dónde llegaban las aguas de una corriente
subterránea que había descubierto, de modo que echó en el agua
unos polvos de fuerte tinte que llevaba, color de bermellón.
Por ninguna parte salieron las aguas así coloreadas y por eso
al cabo de algún tiempo el hombre se olvidó de la cuestión.
Cierto día el hombre partió a un viaje muy largo.
Fue a dar en sus andanzas al otro lado del mundo.
Una tarde, en un país remoto, cuando el hombre estaba en un lejano
bosque, sentado a la vera de un pequeño manantial, las aguas
de esa fuente comenzaron a salir pintadas por el color que hacía muchos años él
había puesto en aquel río subterráneo.
Igual sucede con los actos nuestros. No sabemos cómo ni cuándo habrán de manifestarse y cuáles serán sus
consecuencias. Debemos cuidar por eso el color de nuestro río
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