En un monasterio
había un anciano monje ante el cual los jóvenes novicios se sentían
intimidados; no porque fuera severo con
ellos, sino porque nada parecía perturbarlo o afectarlo nunca. Así,
veían en él algo inquietante y le temían.
Al fin sintiendo
que no podían soportar más esa situación, decidieron ponerlo a prueba. Una
oscura mañana de invierno, cuando era tarea del anciano llevar la ofrenda del
té a la sala del Fundador, el grupo de novicios se ocultó en un recodo
del largo y sinuoso corredor que a ella llevaba. Al pasar le anciano,
salieron de su escondite dando alaridos como una horda de demonios. Sin
que su paso vacilara, el anciano siguió andando con calma, llevando
cuidadosamente el té. En la siguiente vuelta del corredor, como él bien
sabía, había una mesita. Se dirigió hacia ella en la oscuridad, depositó
la taza, la cubrió para protegerla del polvo, y entonces, apoyándose
sobre la pared, prorrumpió:
- ¡Oh, oh, oh! – en exclamaciones de susto.
Un maestro del
Zen, al relatar esta anécdota, comentaba: Se ve, pues,
que nada tiene de malo las emociones, sólo
que no debe dejarse que nos arrastren o perturben lo que estamos haciendo.
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