En este preciso momento, cada persona tiene una experiencia diferente de la vida. Unos nacen y otros mueren. Algunos viven momentos de felicidad y otros auténticas tragedias. Algunos se dejan la comida en el plato para hacer sitio al postre, mientras que otros se mueren de hambre y buscan entre la basura algo que llevarse a la boca. Y todas estas escenas ocurren simultáneamente. Pero llega un momento en la vida de cualquier persona en que es necesario contemplar la singularidad de las experiencias de cada uno. A veces, el instinto de liberar a todo el mundo de su sufrimiento nace de un gran corazón, pero también puede nacer de la molesta sensación de que cada persona es diferente y de que las lecciones que cada uno recibe de la vida son distintas. Cuando el impulso de ayudar nace de la creencia de que cada persona debe pensar, actuar y comportarse de la misma manera, entonces no obramos por compasión, sino por un erróneo deseo de uniformidad.
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