Enrique Buenaventura estaba bebiendo ron en una taberna de Cali, cuando un desconocido se acercó a la mesa. El hombre se presentó, era de oficio albañil, a sus órdenes, para servirlo:
Necesito que me escriba una carta. Una carta de amor.
¿Yo?
Me han dicho que usted puede.
Enrique no era especialista, pero hinchó el pecho. El albañil aclaró que él no era analfabeto:
Yo puedo escribir. Pero una carta así, no puedo.
¿Y para quién es la carta?
Para… ella.
¿Y que quiere decirle?
Si lo supiera, no se lo pido a usted.
Enrique se rascó la cabeza. Esa noche, puso manos a la obra. Al día siguiente, el albañil leyó la carta:
Eso —dijo, y le brillaron los ojos. Eso era. Pero yo no sabía que era eso lo que yo quería decir.